Comunales: Historia

 Lo de Corella

"Lo de Corella" ha sido el nombre genérico por el que los fiteranos hemos conocido las fincas, en terreno de Corella, que son propiedad de vecinos de Fitero, que pertenecieron en su día a lo que se denominó como Montes de Cierzo y Argenzón. 


Fotografía general. Zona objeto de estudio. A la izquierda, en amarillo, Fitero, a la derecha, en amarillo, Cascante.

Fuente: Ayuntamiento de Corella.


En esta página, se pueden leer los siguientes textos referidos a este pleito histórico denominados "Los Comunales":
1) Textos publicados en el libro de Manuel García Sesma, Investigaciones Históricas sobre Fitero II, 1982.
2) Artículo de Jesús Bozal Alfaro en la Revista de Fitero, 2006, sobre este mismo tema: Los Comunales. 


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"Al parecer, en julio de 1652, a solicitud de la Villa de Fitero, el Rey habría accedido y concedido 50 robadas de realengo en los Montes del Cierzo para fundar la nueva población de Villareal por un donativo de 14.000." 

(Informe de las profesoras, Mercedes Galán Lorda y Mª Amparo Salvador Armendáriz, p. 90 de dicho informe:  "Estudio jurídico sobre la naturaleza jurídica y titularidad de los terrenos de los Montes de Cierzo y Argenzón sitos en el término municipal de Cintruénigo desde la perspectiva del Derecho Foral navarro. Fase preliminar."


Los hechos que se refieren a esta pretensión del pueblo de Fitero de fundar una nueva población, que se denominaría Villareal, son abordados en el libro, Investigaciones históricas sobre Fitero, de Manuel García Sesma, publicado por el Ayuntamiento de Fitero en 1982. Se recogen a continuación las páginas referidas a este tema.


Investigaciones históricas sobre Fitero, Volumen II, Fitero, 1982

Autor: Manuel García Sesma

 

CAPÍTULO V

 

LA PUGNA SECULAR ENTRE EL PUEBLO Y LA ABADÍA

Sus orígenes: la dictadura de Egüés II

Data del 29 de septiembre de 1542. De acuerdo con las primitivas Ordenanzas Municipales, concertadas por los vecinos, el 20 de agosto de 1524, con el Abad, Fr. Martín de Egüés y Pasquier (Egüés I), cada año se procedía, el día de San Miguel, a la elección de hombres buenos, para gobernar el pueblo. Se les llamaba jurados, porque juraban defender los intereses del  vecindario, y su nombramiento lo hacían, de consenso mutuo, el Aba y los vecinos, “tanto su Merced como el pueblo, y el pueblo como su Merced”. Pero he aquí que, el 29 de septiembre de 1542, el joven Abad, Fr. Martín de Egüés y de Gante, sobrino y sucesor del anterior, desapareció de Fitero, dejado un billete con los nombres de aquellos a quienes otorgaba los cargos; y como no eran sujetos de la confianza del pueblo, éste nombró a otros. Entonces el Abad entabló un proceso contra el vecindario, pretendiendo que estaba en posesión de la jurisdicción temporal del lugar. El pueblo se opuso a tal pretensión y, al año siguiente, la Villa construyó un horno en la casa del Concejo, para que los vecinos cocieran el pan en él, sin acudir al horno público del Monasterio, levantado por el Abad anterior. Egüés II prohibió utilizar este servicio e interpuso un nuevo pleito ante el Consejo Real de Navarra[1]. A su vez, la Villa, en 1544 presentó al Consejo Real un extenso y documentado alegato, titulado Probanzas del Fiscal y los de Itero contra el abad y monjes de la Villa, sobre jurisdicción baja y mediana, redactado por el Lic. Pedro Garcés, en el que se hacían contra Egüés II y sus frailes las más graves denuncias de inmoralidad, avaladas por les vecinos más conspicuos, las cuales descalificaban por completo a Egüés II, para ejercer la jurisdicción temporal de la Villa[2]. Pero, a pesar de su comprobación, no fueron tomadas en consideración. Era aquella época, en los medios señoriales y clericales, un tiempo de absolutismo político férreo y de moral relajada, y el Consejo Real de Navarra, por sentencia de vista /2 de abril de 1546) y de revista (7 de septiembre de 1947), sentenció a favor de la Abadía. Ello comportaba el derecho de nombrar por sí sola, al Alcalde, Regidores y demás cargos públicos, convirtiendo al Aba en señor de la Villa, y a los fiteranos en simples vasallos suyos.

 

Primera tentativa de independencia

 

La mayoría de los vecinos –un total de 117 sobre 200-, no se conformó mansamente con esta degradación y se dirigieron a Felipe II, quien, por Real Cédula de 1548, les concedió licencia para construir en los Montes de Tudején, una nueva población independiente de los frailes. Desde luego, la mayoría de los vecinos, no adheridos expresamente a este proyecto, también estaban conformes con él, pero no se atrevieron a manifestarlo, por depender económicamente de la Abadía.

Egüés II y su comunidad se opusieron al cumplimiento de esta Cédula, recurriendo una vez más a sus amigos del Consejo Real de Navarra, los cuales dictaminaron en contra de ella, logrando más tarde la aquiescencia del Consejo Real de Castilla; por lo que Felipe II, al cabo de 15 años, resolvió, el 25 de julio de 1563, que no había lugar a la pretensión de los fiteranos[3].

Entre tanto, Egüés II, no contento de haberse convertido en un Señor absoluto del pueblo, logró convertirse asimismo en su señor absoluto espiritual, sin sometimiento a ninguna autoridad eclesiástica, ordinaria ni metropolitana. Por de pronto, obtuvo del Papa Paulo IV, el 19 de enero de 1557, el privilegio personal, de carácter vitalicio, de celebrar Misa de Pontifical, no solo con báculo, como ya lo venía haciendo, sino también con mitra, pectoral, anillo y demás ornamentos episcopales.

En vida de San Raimundo, el Monasterio había dependido del Obispado de Calahorra, ya que el territorio de Fitero pertenecía entonces a Castilla; pero, a su muerte, tras un pleito que se alargó más de 20 años, pasó a depender del Obispado de Tarazona. Y así siguió durante 400 años, hasta que Egüés II, valiéndose de sus mañas e influencias, convirtió a Fitero en una diócesis mullius, independiente de Tarazona. El caso es que, durante más de una década de su abadiazgo, pareció aceptar la jurisdicción de Tarazona, pues en 1554, el Obispo de la misma, D. Juan González Munebrega, acudió a itero en Visita Pastoral, y Egüés II, avisado previamente, no opuso ningún reparo. Mas, cuando el Oficial Episcopal comenzó a leer en el púlpito los obligados mandatos de Visita, los monjes se sintieron heridos en sus libertades (las poco edificantes que se habían tomado ellos) y cortaron la lectura del Edicto. A continuación, Egüés entabló pleito contra el Obispo y aunque lo perdió en primera instancia (20 de noviembre de 1557), maniobró en seguida habilidosamente, y lo ganó, en grado de revista, 19 meses después (10 de mayo y de 1559), declarando el Consejo Real de Navarra que el Aba de Fitero estaba en posesión del ejercicio de la jurisdicción espiritual del pueblo, sin intromisión del Obispo de Tarazona; y el 23 de julio de 1560, el Papa Pío IV confirmó esta situación.

Ni que decir tiene que la Villa aceptó de mal grado esta nueva escalada autoritaria de su Abad, quien no se distinguió precisamente por sus virtudes ni por su buen gobierno.

De las 49 disposiciones que tomó el Visitador de los monasterios navarros, Fr. Luis Alvarez de Solís en 1571 (es decir, a los 31 años de abadiazgo de Egüés II), se deduce que este calamitoso Abad no frecuentaba el coro ni el oficio divino ni decía misa con regularidad (1); que no solía acudir los viernes al Capítulo (2); que tenía la iglesia en un estado indecente (3); que permitía a los monjes tener dinero propio; que, por las noches, se cerraba la portería del Convento muy tarde (18); que se trataba mal a los pobres que acudían a la sopa conventual (20); que la comida de los religiosos era deficiente y que además se hacían en las distinciones odiosas entre los mayores y menores (25); que se atendía mal a los religiosos enfermos (27), etc., etc.

Por su parte, un historiador tan poco sospechoso de antimonaquismo como D. José Goñi Gaztambide, canónigo archivero de la Cátedra de Pamplona, escribe en su discretísima Historia del Monasterio Cisterciense de Fitero, estas significativas líneas: “Martín de Egüés II estaba lejos de ser el Aba ideal. Ligero y mundano, había entrado por la puerta falsa… No había que espera que hiciese milagros un joven que, a los 20 años, llegaba al cargo de Abad, por medio de uno de los abusos más detestables de la época del Renacimiento. Gastaba tan alegremente las rentas del Monasterio, que fue necesario dividirlas en tres partes: una para el Abad, otra para los monjes y la tercera para la fábrica[4]”.

Ni que decir tiene que estas rentas procedían del trabajo y privaciones de los vecinos del pueblo a los que explotaba desconsideradamente, como cualquier señor de horca y cuchillo, pues apenas se sintió en posesión segura de la jurisdicción temporal y espiritual de Fitero, empezó a tomar medidas drásticas contra sus oponentes, sometiendo al vecindario en general a las más humillantes servidumbres. Excusado es decir que la mayoría del pueblo odió a Egüés II hasta su muerte. Y aún después de ella, pues los cofrades de Santa Lucía –cofradía fundada por él en 1543- arrancaron las hojas del libro en que constaba la fundación y borraron todas las firmas de tal Abad[5].

Tres siglos de relaciones tormentosas

Las relaciones entre el pueblo y la Abadía fueron siempre las de un matrimonio forzado y mal avenido. El historiador D Florencio Idoate escribe a este propósito que “los fiteranos aborrecieron siempre el poder que personificaban los Abades y batallaron cuanto pudieron, para independizarse, pero en vano. Tendría que llegar la época de la desamortización para logarlo, tras varios siglos de servidumbre[6]. Testigos mudos de esta batalla secular eran los miles de documentos, relativos a los pleitos entre el pueblo y la Abadía, que se conservaban atados ne una veintena de fajos, en el Archivo del Monasterio, al tiempo de sus supresión en 1835.

Ya en la citada Visita de 1571, hecha por Fr. Luis Álvarez de Solís reprochaba, en su disposición 12, al Abad, Fr. Martín Egüés y de Gante (Egüés II), que “se han gastado y gastan munchas quantidades de dineros en pleitos y por cosas temporales[7]”. Pero no por eso se enmendó. Ni él ni sus sucesores, entablando frecuentes procesos, no solo con los vecinos del pueblo y sus Ayuntamiento, sino con los de Alfaro, Cintruénigo, Corella, Tudela, etc.

En su Abaciologio de Fitero, el historiador D. Vicente de la Fuente, refiriéndose al Abad, Fr. Hernando de Andrade (1615-1624), consigna que este Abad “se vio precisado a sostener grandes pleitos con Fitero y Alfaro, de cuyas resultas decayeron las rentas de la Comunidad[8]”.

En el curioso Pleito de los Bandos, de 1634, el Abad, Fr. Plácido del Corral declaraba al Consejo Real de Navarra que “los acusados y todos los vecinos de la dicha Villa (Fitero) siempre se han mostrado y muestran muy apasionados y malafectos contra el dicho Convento, por los muchos pleitos que con él han y tienen, como es notorio a Vuestra Real Corte[9]”. El curioso Pleito de los Bandos es un ejemplo típico de esta mutua desafección. Aunque, según el Tumbo de Fitero, cuando se necesitaba la Confirmación, la hacía el Abad (A.H.N.; f. 559 v.), el 10 de mayo de 1634, el Teniente de Alcalde del Crimen, Juan de Oñate y Barea, tomando en cuenta una carta del Obispo de Tarazona, que acababa de llegar a Cintruénigo para confirmar, mandó al pregonero de la Villa, Juan de Peña, que anunciase por pregón a los vecinos que los que quisieren confirmar a sus hijos, podían bajar a Cintruénigo, en los dos días siguientes. Tal pregón enfureció al Abad, quien mandó a continuación echar otro pregón, prohibiendo que ningún vecino lo hiciese sin su licencia, bajo pena de 150 ducados, aplicados a la Cámara Apostólica. Esta prohibición encrespó los ánimos, y, a pesar de la amenaza, muchos vecinos bajaron a Cintruénigo a la confirmación. Entonces el Abad acudió a la Corte de Navarra, pidiendo su apoyo para prender a los culpados y aplicarles las penas correspondientes. Pero el Concejo, asesorado por el abogado corellano, Lic. Bayo, apeló contra tal pretensión[10]. Fue inútil, pues el Consejo Real, como de costumbre, dio la razón al Abad y la Villa fue condenada a pagar una multa de varias libras y las costas.

A veces, los mandamás del Convento entablaban pleitos por fruslerías increíbles. Por ejemplo, el ya citado Abad, Fr. Hernando de Andrade se querelló en 1622 contra los demás representantes abaciales en las Cortes de Navarra, pretendiendo que correspondía al Abad de Fitero el primer asiento entre ellos. ¿Razones…? Entre otras, porque era dueño solariego y señor de la populosa Villa de Fitero (entonces de unos 400 vecinos) y porque su Monasterio era el más rico de todos los navarros, ya que sus rentas alcanzaban unos 9.000 ducados anuales. “La riqueza es calidad considerable” alegaba orgullosamente el Abad.

Otro pleito análogo, pero más chusco, es el promovido por el Abad, Fr. Francisco Fernández en 1665, pues se trataba del asiento de preferencia que, según él, correspondía al Abad de Fitero, en las corridas de todos que se celebraba en Pamplona!!![11].

Con la misma facilidad y futulidad con que armaba pleitos el Monasterio, lanzaba excomuniones contra los vecinos y autoridades civiles del pueblo, y de los pueblos vecinos. He aquí algunos casos. En 1615, el Prior Fr. Bernardo Pelegrín, Presidente del Monasterio en sede vacante, lanzó excomunión, orden de captura y penas contra los regidores del pueblo y varios particulares de la villa, por haber dispuesto traer uvas de fuera!!!

En 1621, habiendo apresado el Alcalde ordinario al alguacil del Convento por desobediencia, el Provisor de éste expedió un auto para que se lo entregase a él inmediatamente, bajo pena de excomunión.

En 1627, el Abad Corral amenazó con excomunión mayor a los Mayordomos de las Cofradías de la Parroquia, si no le entregaban los libros de las mismas, en el plazo de tres días[12].

Con esta mentalidad quisquillosa y pleitista, tan poco evangélica, no es de extrañar que, en el interior del Convento, predominasen las discordias, las banderías y las intrigas y las intrigas parad. Vicente de la Fuente anota en su citado Abaciologio de Fitero que, durante el sabio gobierno del Abad, Fr. Bartolomé Ramírez de Arellano (1788-1792), “el Monasterio gozó de una paz de que había carecido, durante más de cien años”[13].

Más de una vez, llegaron los monjes a las manos dentro del Convento y, según cuenta José Uranga, en una ocasión, fueron encarcelados ocho frailes, por haber apaleado a un compañero[14].

 

LA VISITA DE LOS TESTAMENTOS

 

Entre las múltiples fuentes de ingresos que poseían los monjes de Fitero, figura una que desconocíamos y que sorprendimos en el manuscrito del Archivo Parroquial, titulado Libro de los Autos de Visita de las Cofradías; Hospitales, de memorias y obras pías, de Capellanías, Aniversarios y memorias de misa; y de testamentos. En realidad es, sobre todo, de los testamentos, pues de los 138 folios que tienen escritos, 121 se refieren a ellos. Sus anotaciones van de 1627 a 1836.

Ignoramos si el Derecho Canónico y Civil de Navarra, en los siglos XVII y XVIII autorizaban a los Vicarios de las parroquias a inspeccionar los testamentos de los vecinos, para ver si se cumplían las cláusulas relativas a los sufragios ordenados por sus almas. Es lo que se llamaba Visita de Testamentos. Tampoco sabemos si los vecinos estaban obligados a consignar en sus testamentos, un número mínimo de misas, en proporción a los bienes netos que poseían. En todo caso, esto es cabalmente lo que hacían los monjes, al menos, en Fitero, con los que morían ab intestato, es decir, sin hacer testamento. Ese mínimo de misas era la quinta parte de los bienes limpios que dejaba el difunto. En el folio 70 del citado Libro, el Provisor y Vicario General de la Villa, Fr. Tomás de Arévalo, explicaba así el sistema que seguían.

El día 7 de septiembre de 1736, murió Joseph Carrillo Martínez, ab intestato, por lo que hecha información y tasación de sus bienes conforme a derecho, y en cumplimiento de nuestra obligación, dispusimos los sufragios en la forma siguiente, del quinto de sus bienes, descontadas las cargas y deudas contra ellos: Por el entierro, misas de cuerpo presente, nocturnos, cabo de año, sepultura y anal (el anal o añal era una ofrenda que se hacía por los difuntos en el primer aniversario de su muerte), 111 reales. Item 8 de dos aniversarios que mandamos fundar, 240 reales de principalidad, y la restante cantidad hasta 1.000 reales, que hemos computado ser la quinta parte de sus bienes, que son 649 reales, por otras tantas misas rezadas.” Es decir, que de los 5.000 reales de capital neto del difunto José Carrillo, se quedaron los frailes con 1.000. Ahora bien, el producto de este quinto de los bienes del difunto, se dividía en el Convento en dos mitades: uno iba a parar al Depósito de los Monjes, y la otra quedaba a cargo del Provisor y Vicario General, quien las repartía entre sus compañeros a su arbitrio; es decir, entre sus más amigos. Así, en el abintestato de Santiago Sanz y Liñán, muerto el 6 de abril de 1773, el Provisor y Vicario General, Fr. Alberico Echandi dice que el albacea Francisco Polo “pagó 200 reales fuertes para las Misas (que eran 200), de las cuales 100 se entregaron al P. Depositario, y las otras 100 misas se repartieron así: 10 al Sr, Abad; de 30 me encargué yo; 15 al P. Ángel; 20 al P. Prior; 15 al P. Philipe; y 10 al P. Ambrosio”. (Los demás se quedaron sin nada. 1 real fuerte equivalía a 2,5 reales de plata o vellón).

Lo más insólito de esta práctica lucrativa era su aplicación a los niños, que, entonces como ahora, no podían testar. En el folio 77 del citado Libro, consta que el 12 de mayo de 1741, murió el niño de 10 años, Pedro de Huete. Se le quiso aplicar estrictamente la práctica del quinto de sus bienes (es decir, de los de sus madre, que debía ser una viuda acomodada); pero ésta protestó ante el citado icario General, Fr. Tomás de Arévalo, conviniéndose al fin en que se le haría un entierro mayor (el más caro) y se le dirían 200 Misas. El 1 de Septiembre, murió, a su vez, su hermanita, Teresa de Huete, y se convino en lo mismo. Teresita tenía 8 años.

En el folio 103, del mismo Libro, se lee esta anotación del Vicario General, Fr. Anselmo de Arbués: “En (13 de octubre de 1768), murió ab intestato Francisco Montoya Crespo, natural de Santurce, Obispa de Calahorra, y por no tener más que unos vestidos nuevos que el difunto entregó a Joseph Cordón, para que le pagase el entierro, éste se obligó al de cuerpo presente, el entierro, se dirá de Misas  y de ello dará cuenta el dicho Cordón al P. Vicario General”. Un amanuense de la Vicaría escribió más tarde debajo: “Satisfecho todo en 18 de febrero de 1770[15]”.

 

LA RENOVACIÓN HUMILLANTE DE LOS CARGOS PÚBLICOS

Fue obra del Abad, Fr. Martín de Egüés y de Gante (Egüés II). Ya cuando tomó posesión de su cargo, el 25 de julio de 1540. Al día siguiente de la muerte de su tío, después de las ceremonias celebradas en el convento y en la iglesia, en presencia de los frailes, salió a la Plaza pública, acompañado de los testigos Micer Martín de Mur, el Dr. Martín Miguel Munárriz, del Justicia de Tudela, Roger Pasquier y del Notario de Tarazona, Jerónimo Blasco y allí vinieron a su presencia el Alcalde , Pedro Ximénez y el Jurado, Juan de Vea, no acudiendo el otro Jurado, Juan Aguado, porque estaba doliente; y asimismo el Teniente de Alguacil, Diego Ximénez, en ausencia del Alguacil, Juan de Arguixo, y el Promotor fiscal, Juan de Bayona, a los que dijo que, por muerte de su antecesor, habían quedado vacantes sus oficios, y seguidamente les quitó las varas. Ellos protestaron, alegando que estaban en posesión de ellas, por haber sido nombrados para sus cargos el día de San Miguel, por los vecinos, como era costumbre, llevando después los nombramientos a la aprobación de los abades, y que por consiguiente, no consentían en tal renovación, para que de ellos no se les causase perjuicio. Egüés II admitió la protesta, levantándose de ella un acta notarial, y a continuación, les volvió a nombrar y les dio las varas, porque, según dijo, hacían bien el oficio, asignándoles los salarios ordinarios. Ellos juraron en manos del nuevo abad, quien, acompañado del Alcalde y Jurados, anduvo por las calles del pueblo, hasta la Puerta del Río (al final del Barrio Bajo) y la Puerta de Santa Lucía (en las inmediaciones del actual Humilladero), donde las abrió y cerró, diciendo que, con estos actos, tomaba posesión del pueblo y en él, como cabeza, de todas las granjas, tierras, molinos, etc.[16]

Semejante toma de posesión fue el preludio de lo que hizo dos años despuésl para imponer su dictadura personal, alzándose con la jurisdicción civil, baja y mediana, de la Villa. Una vez conseguida ésta, no se anduvo con disimulos ni remilgos e introdujo la costumbre de renovar los cargos públicos anuales, en la misma iglesia, de esta despótica y humillante manera.

Llegado el día de San Miguel, se revestía de pontifical y sentándose en una silla prelaticia, en medio del Altar Mayor, mandaba llamar al Alcalde y los Jurados, por medio de su Alguacil. A continuación, el Alcalde subía el primero, se arrodillaba en las gradas ante el Abad y éste le quitaba la vara, preguntándole en alta voz “que por quien la había tenido hasta allí”. El alcalde debía responder que “por mano de su Paternidad Reverendísima, porque era suya”, y entonces el Abad se la devolvía o se la daba a cualquier otro vecino, escogido por él. En todo caso el que la recibía, tenía que prestar juramento de cumplir bien con su cargo y afirmar que dejaría la vara, “siempre que su Paternidad Reverendísima se lo mandase, sin valerse de que era suya ni remedio alguno”. La misma humillante escena se desarrollaba seguidamente con los Jurados, el Escriban, el Promotor Fiscal, los Alguaciles y el Nuncio o pregonero, haciéndoles declarar que sus cargos los tenían por voluntad y nombramiento del Sr. Abad y que solo los tendrían, “durante su voluntad y no más”, confirmándolos en el acto en los mismos o destituyéndolos y nombrando a otros vecinos, sin más explicaciones.”

Esta escena sonrojante se repitió ya en adelante, como costumbre, por los demás abades, salvo en el periodo de 1630-1670, en que el Concejo obtuvo el ejercicio de la jurisdicción baja y mediana sobre la Villa.

 

RECEPCIONES ACCIDENTADAS DE LOS ABADES

 

El despótico gobierno de Egüés II, durante 40 años. No mató, sin embargo, las aspiraciones del pueblo a independizarse del dominio del Convento, sino al contrario. Eso se vio ya en la accidentada recepción y toma de posesión de su cercano sucesor, Fr. Ignacio Fermín de Íbero, el 14 de marzo de 1593. Según el testimonio del Escribano de la Corte en Pamplona, Juan de Arbizu, el Concejo y el pueblo no querían recibir al Abad Ibero, como Señor de la villa, sino como Prelado. Antes de su llegado, huyo una sesión el Ayuntamiento a propósito de tal recibimiento y, mientras se celebraba, el nuncio o pregonero Juan Deci iba intimando a tambor batiente, a los vecinos a que saliesen a recibir al abad, “so pena de un ducado”. Al oírlo, los del Ayuntamiento preguntaron al Alcalde Joan Gil quién había mandado echar tal pregón y respondió que él, pidiéndole que lo hiciese cesar inmediatamente. Por fin, los del Concejo decidieron salir a recibirlo, “por cumplir con el mandato de la Justicia”; es decir, de mala gana. El recibimiento se hacía entonces en la Cruz del Humilladero y al ordenar el Abad al Alcalde y Regidores que fueran a besarle la mano, en señal de vasallaje, aquéllos dudaron, demorando un instante el cumplimiento de tal orden. Esta momentánea espera irritó al Abad, quien mandó leer, por medio de un Notario, una requisitoria escrita previamente, urgiendo el debido homenaje a su Señor.

En esta ocasión, Íbero ordenó que pusiesen preso en la cárcel del lugar al pregonero Deci, en señal de su poder[17]. Ya en la iglesia, al llamar el Abad al Alcalde y a los Jurados, éstos se hicieron los remolones y como no llegaban tan prestos, dijo al Alguacil de la Corte, Zabalza, que había venido con él de Pamplona, que los buscase, y los buscó en los escaños y los llamó, y vinieron el Alcalde, Joan Gil y dos jurados: Joan de Huete y Miguel de Rupérez, y como faltó el tercero: Miguel de Vea, que se había ido al campo, dijo el Abad que, puesto que él nombraba a los Jurados, quería que hiciese oficio de Jurado Diego García. Joan de Hete dijo al Abad que había otros que podían ser regidores en su lugar, y dejó de serlo[18].

Viendo el Abad, Fr. Ignacio F. de Íbero la resistencia del pueblo a reconocerlo como Señor de la Villa, apeló dos veces al Consejo Real de Navarra, quien se lo reconoció en 1594 y se lo confirmó en 1603[19].

No fue éste el único incidente ocurrido en las recepciones y tomas de posesión de los nuevos Abades, sino uno de tantos, pues, por ejemplo, el 25 de octubre de 1716, al hacer su entrada el Abad, Fr. Ángel Ibáñez, por tercera vez, el Alcalde ordinario, José de Alfaro Yanguas y los cuatro regidores, José Alfaro Gracia, Juan de Aliaga Bermejo, Ildefonso Rupérez y Bartolomé Vea, salieron como de costumbre, a esperarlo al Humilladero; pero no quisieron acercarse al estribo del coche abacial, para darle la bienvenida ni , terminada la recepción en la iglesia, acompañarlo hasta el Palacio abacial, haciéndolo solamente el Alcalde Mayor o del Crimen y sus alguaciles. Por supuesto, Fr. Ángel Ibáñez, hijo de un Capitán tudelano, entabló querella judicial contra ellos[20].

 

EL MOTÍN DE 1627 Y SUS CONSECUENCIAS

 

Tampoco fue el único levantamiento popular contra la Abadía, pues el más sonado y violento ocurrió los días 22 y 23 de junio de 1675. Ahora bien, como éste último fue minuciosamente descrito por el historiador D. Florencio Idoate, en sus conocidos Rincones de la Historia de Navarra[21] y resumido por nosotros en las Notas de nuestro Poemario Fiterano, renunciamos a ocuparnos nuevamente de él.

El motín de 1527 no fue ciertamente tan grave, pero es bastante curioso y tuvo buenas consecuencias para el pueblo. A la sazón, regía la Abadía un cordobés aristocrático, Fr. Plácido del Corral y Guzmán, que fue el último Abad perpetuo del Monasterio de Fitero. Era un monje generoso y bastante comprensivo, pero tuvo la desgracia de heredar una serie de pleitos espinosos, promovidos por su antecesor, Fr. Hernando de Andrade, que traían encrespado al vecindario, y el simple intento de la publicación de un bando sobre una pragmática real hizo estallar el motín. Debemos una descripción pormenorizada del mismo a Rafael Gil, un escribiente del Convento y más tarde del Ayuntamiento de la Villa, que vivió en el siglo XIX y dejó un Manuscrito desgraciadamente mutilado y algo tendencioso, pues fue muy afecto al Monasterio. Hela a continuación.

Empezó el 27 de diciembre de dicho año y continuó el 28. A la sazón, el pueblo esataba de pleito con el Monasterio. El monje que representaba a éste en Pamplona, envió al Abad una pragmática real, que había salido sobre los precios, para que la publicase el Ayuntamiento, como de costumbre, es decir, a tambor batiente del nuncio o pregonero. A tal objeto, envió el Abad un recado al Ayuntamiento, por medio del Escribano, para que así lo hiciesen; pero allí les respondieron “que si tal intentase el Sr. Abad, se perdería la Villa”; o sea, que habría violentas protestas. Entonces, el Abad mandó llamar al nuncio; pero éste se había ausentado, de acuerdo con el Ayuntamiento. A continuación, el Abad envió recado a Entonces fue el Abad en persona, acompañado de cuatro monjes, dos pajes y algunos criados a casa del nuncio, ordenando a su mujer que le entregase el tambor; pero ella le contestó que el tambor era de la Villa y que, sin orden suya, no podía entregarlo. Viendo, pues, el Abad que no iba a poder publicar la pragmática por bando, se resolvió a hacerla notoria, por notificación del Escribano; y habiendo llegado a la primera plaza (la de la Picota), junto al Pozo del Barrio Bajo, encontró sentados en un madero a Juan Barea, menor, y a Domingo Barea, a quienes dijo que lo acompañasen, y preguntándole éstos que para qué lo habían de acompañar, les dijo el Sr. Corral que el amo y señor de la Villa lo mandaba y que así le obedeciesen, a lo que replicaron los dichos Barea que ellos no lo reconocían como Señor y que, en el lugar, no había otro señor que el Alcalde de la Villa; y por esta desatención, mandó el Abad al Escribano que los hiciese presos; más ellos huyeron y fueron a dar cuenta de lo que pasaba, a un tropel de gente que estaba en la Plaza de más arriba (la Placilla), donde se había de hacer la publicación; y apenas oyeron las quejas de los Barea, toda la gente, en forma de motín, con mucha vocería, se encaminaron a donde estaba el Abad, y el Alcalde venía delante conteniendo a la gente, juntamente con los regidores, y el que primero llegó al sitio donde estaba el Abad, fue Juan de Barea, padre de los dichos Barea, y otro hijo suyo, quienes venían diciendo: “Eso nó, Señor nó…”, y Martín Barea traía en la mano derecha una espada y en la otra, la vaina, y llegando todos al dicho sitio, se puso uno, llamado el Rullo, con la espada desenvainada, delante del Sr. Abad, dispuesto como para pegarle; y otros muchos echaron mano de las espadas y luego se oyeron voces en el tumulto, que decían: “Matémoslo de una vez”, y entre otros que voceaban, gritó una mujer: “Déjenme pasar, que yo sola lo ahogaré”, y en esta confusión de voces y amenazas, tiraron una capa a la cara del Sr Abad, para sin duda asesinarlo; y hubieran acabado con él, si no se hubiera retirado y metido en la entrada de una casa de la viuda de Alayeto, donde se estuvo un rato con la puerta cerrada; y pareciéndole que ya se había sosegado el tumulto, salió de dicha casa y al verlo Bartolomé de Vea (que dicen capitaneaba a la gente), “Aquiétense todos –dijo- y veamos lo que quiere el P. Abad”. Al oír el Sr. Abad este lenguaje, le dijo en tono majestuoso: “Señor me habéis de llamar y os habéis de quitar el sombrero en mi presencia”; y en tono de mofa y burla, quitándose el sombrero el dicho Vea, le dijo: “Señor y Paternidad Reverendísima…”, y a estas razones, comenzaron de nuevo a gritar: “¡Qué Señor, ni qué calabaza! Aquí no hay otro señor que el Rey. Otros no conocemos aquí. Tal Señor miente. Es una desvergüenza el oír que es Señor”, y otros muchos desatinos e insultos. Y en esta turbación del pueblo, a persuasión de los monjes y del Escribano que lo acompañaban, se volvieron al Monasterio. Al día siguiente, salió el Abad a pasear en su coche, como tenía costumbre, y al pasar por las calles, Domingo Sanz aconsejó a unos muchachos que apedreasen al Abad. Salieron los muchachos a los huertos que están contiguos al pueblo, y comenzaron a tirar piedras y algunas de ellas pegaron en el coche; por lo que hubo de volverse al Monasterio dicho Abad y privarse de la diversión del paseo.

Al ver tales desacatos, marchó el Abad a Pamplona y no encontró en todo el pueblo quien le acompañase, sino Juan de Peña, que era ministro (alguacil), y a éste y a otros, que eran apasionados del Monasterio, los trataban de “traidores, judíos, capilludos, que vendían su patria”, y la noche de San Juan Evangelista, dieron de fuego a la casa de dicho Peña y a la del Fiscal.

Finalmente, por parte del Abad y del Fiscal Real, se presentó articulado de queja, y vista ésta, vino a recibir la información un Alcalde de Corte con su Alguacil, Comisario y Verdugo. Se recibió la información y concluida, llevaron varios presos a Pamplona.

Estando en esta causa, eran muchos más los pleitos pendientes contra la Villa, y como veía el Abad la causa y pleitos mal parados, hubo de hacer la Escritura de Transacción y convenios, y se hizo el año 1628, con la que se cortaron todos los pleitos y desavenencias, y pagaron las costas hechas hasta entonces, que eran 3.000 reales[22]. Hasta aquí Rafael Gil.

Añadamos por nuestra cuenta que los aspectos tratados en los pleitos eran numerosos e importantes, pues gran número de ellos se referían a la forma de explotación de las heredades, sometidas a censo enfitéurico, en unas condiciones intolerables; a la insaculación en el Ayuntamiento, que pretendía abolir el Monasterio; a las actas de Visita realizadas por el Abad, tendientes arrinconar al pueblo en la antigua Capilla de la Virgen de la arda; a los carneramientos realizados en los Montes Comunes, en provecho de los monjes, y a otras muchas pretensiones que tenía el Monasterio, en razón del pago de sus diezmos, quintos y cuartos. De todos modos, en este asunto de los pagos, quedó en pie la pena de comiso contra los que intentasen eludirlos, y el que no se llevara a cabo ninguna cosecha o recogida, sin haber sido supervisada por el Cillerero del Monasterio. (El comiso era la recuperación de una finca por el Monasterio; y el Cillerero era el fraile administrador del Convento y de sus bienes.)

 

NUEVAS TENTATIVAS DE LA VILLA PARA EMANCIPARSE DEL MONASTERIO

 

Segunda tentativa

 

Ya nos ocupamos de la primera, que tuvo lugar en 1548, en tiempos del Abad Egüés II, bajo el reinado de Felipe II.

La segunda data de 1643, en el reinado de Felipe IV, durante el interabadiato de dos años y ocho meses, que precedió a la toma de posesión del primer Abad cuatrimestral, Fr. Atanasio de Cucho.

Las guerras con Francia, Inglaterra y Portugal obligaron a la Corona a arbitrar recursos para mantener sus ejércitos y con tal motivo, el Monarca despachó una Cédula al Virrey de Navarra, Conde de Oropesa, dándole facultad para otorgar cualquier tipo de mercedes a quienes aportaran cantidades de dinero. Al enterarse los fiteranos de tal noticia, solicitaron del Virrey 40 robadas de tierra en los Montes de Cierzo y Argenzón, para poder construir una nueva villa, independiente del Monasterio, ofreciéndole una suma relativamente considerable. Pero los monjes se enteraron, a su vez, de tal petición y ofrecimiento e hicieron ver al Virrey los grandes perjuicios que se les iban a ocasionar, ofreciéndole, por su parte, 2.000 ducados de plata doble, si no se accedía a la petición de los fiteranos. Y, en efecto, no se accedió. Oropesa consultó al Consejo Real de Navarra, siempre propicio a dar la razón al Monasterio, a tuerto o a derecho, y otorgó a éste un privilegio, el 31 de octubre de 1643, en virtud del cual ni la Villa de Fitero ni ningún particular de ella ni de fuera podía construir edificio alguno, mayor ni menor, en los Montes de Cierzo y Argenzón[23].

 

Tercera tentativa

 

Este nuevo fracaso no desalentó a los fiteranos, los cuales volvieron a la carga, nueve años después; es decir, en 1652. Fue la tercera tentativa. A la sazón, los apuros económicos de la Corona española se agudizaban, pues, a pesar del Tratado de Westfalia de 1648, continuaba la guerra con Francia, Portugal y Cataluña. Esta vez, los vecinos ofrecieron, según Jimeno Jurío, un donativo de 5.000 ducados (aunque Rafael Gil afirma que solo “dieron de presente 4.000) y la promesa de otros 11.000, si se les concedían terrenos para edificar su ansiada población. Y efectivamente, Felipe IV, con fecha del 14 de julio de 1652, expidió una Cédula Real, concediéndoles 50 robadas de tierra medida, en los Montes de Cierzo y Argenzón, en la parte, y sitio que designase la Villa, facultándolos para construir casas, iglesia, molino y todos los servicios necesarios. El nuevo pueblo se llamaría VILLA REAL, reconociéndola como buena villa, y sus autoridades tendrían la jurisdicción civil y criminal. La Real Cédula fue presentada al Consejo Real de Navarra, al que dejaba en postura desairada, el cual mandó que se comunicase al Monasterio, así como a las poblaciones navarras colindantes de Cintruénigo, Corella y Cascante. Ni que decir tiene que el Monasterio se apresuró a impugnar la merced, pero el pueblo siguió adelante con ella.

El Concejo nombró una Comisión para fijar el lugar del nuevo pueblo y, el 18 de abril de 1653, se eligió la encrucijada de los caminos de Corella a Cervera y de Fitero a Calahorra, al N. E. del Monasterio, en el término de Olivarete. Se nombraron medidores para ajustar las 50 robadas, y un pintor, para que delinease la planta del terreno. Apeló el Monasterio, alegando que el terreno elegido era de su propiedad y, desde el 21 hasta el e27 de enero de 1655, siendo abad, Fr. Benito López, D. Gerónimo de Feloaga, Oidor del Real Consejo de Navarra, procedió al reconocimiento de las mugas, haciendo el Apeo de su nombre, que ha hemos descrito minuciosamente en otro capítulo.

Sustancióse el litigio sobre la sobrecarta durante ocho años. En 1658, se dieron dos decretos: uno, el 13 de marzo, ordenando el cumplimiento de la Real Cédula, con la única variante de que la nueva población se construyera a una legua de distancia de la Abadía; y otro, del 2 de octubre del mismo año, mandando, a petición del vecindario, que se hiciese a un tiro de arcabuz del Monasterio, en el sitio elegido por la Villa, que era a la derecha de la actual carretera de Cintruénigo, frente a FITEX S. A. Los frailes interpusieron demanda ante la Corte de Navarra, solicitando que, el día en que los vecinos saliesen a poblar la nueva villa, perdieran automáticamente todo derecho a las casas y heredades de Fitero. Con que, el 22 de agosto de 1662, la Corte de Navarra sentenció que el Monasterio era dueño directo y solariego de las tierras, del suelo y de las casas de los vecinos, ratificando la solicitud de los monjes. Apeló la Villa al Consejo Real de Navarra, pero el 16 de enero de 1664, la Corte confirmó la sentencia anterior. Sin embargo, el pleito sobre la propiedad de Olivarete, en el que algunas familias habían comenzado a edificar sus viviendas, se prolongó hasta 1685, con dos sentencias: la de la Corte en 1683; y otra, del Consejo Real en 1685, declarando que el término de Olivarete era del Monasterio y que todos los edificios que habían construido en él los vecinos, quedaban como propiedad del Convento[24]. Así, pues, por tercera vez, se frustraron las aspiraciones independentistas del vecindario.

 

Cuarta tentativa – El motín de 1675

 

La cuarta tentativa tuvo otro carácter diferente: fue la sedición de 1675. Resulta que, en 1630, la villa había comprado la jurisdicción baja y mediana al Gobierno de S. M., manejado entonces por el famoso Valido de Felipe IV, Conde-Duque de Olivares, ofreciéndole 3.000 ducados; pero parece ser que, a causa de la situación deficitaria de la hacienda municipal, motivada, sobre todo, por los innumerables pleitos con que enredaba el Monasterio al pueblo, no pudo pagarlos por completo y a su debido tiempo. Entonces el Convento se aprovechó de esta situación, para recobrarla en 1670, por 8.000 ducados. Este hecho –y cohecho- añadido al fracaso de la tercera y un incidente típico de este estado de ánimos fue el ocurrido el 21 de mayo de 1674, en que el Convento pretendió impedir la tradicional corrida de toros, que se celebraba el día del Corpus Cristi. El Cillerero, Fr. Pedro Abado hizo saber unos días antes a los regidores Juan Tomás de Muro y Bernardo Atienza Jiménez que tenía orden del Sr. Abad, Fr. Jorge de Alcat – un rudo roncalés de Vidángoz-, para que no se hiciese el toril, en la parte acostumbrada y que, si lo hacían, “lo habían de quemar”. (Así, por las buenas). Pero el Concejo, secundado por el pueblo, no se arredró por esta amenaza. Los esbirros de la Abadía no quemaron el toril, y se celebró la corrida, sin invitar a los frailes.

La indignación del pueblo llegó al colmo al año siguiente, al enterarse de que los monjes, gracias a los manejos de su Procurador en Pamplona, ex abad, Fr. Bernardo de Erviti, hijo de un ex regidor de Pamplona, habían obtenido sobrecarta, concediéndoles la jurisdicción criminal sobre Fitero, con lo que los vecinos quedaban atados de pies y manos, a merced del Monasterio. El viernes 21 de junio de 1675, llegó al Municipio la orden de que se reconociese al Abad dicha jurisdicción, debiéndole entregar la vara del Alcalde del Crimen, que hasta entonces había tenido un vecino. Y a continuación estalló la rebelión, ya descrita en las Notas de nuestro POEMARIO FITERANO. El abad Alcat, temblando de miedo, al ser descubierto en la torre de la iglesia y maltratado de palabra y obra por los sublevados, firmó allí mismo su renuncia a la jurisdicción civil sobre la Villa, que formalizó seguidamente en la sacristía. Pero es claro que esta renuncia forzada no era válida y al terminar el tumulto, no se cumplió. Añadamos dos detalles de la represión subsiguiente, no consignados en nuestra narración del POEMARIO. El primero es que la inefable Reina Madre, Doña Mariana de Austria, aconsejada tal vez por su valido Valenzuela, ordenó arrasar el pueblo; pero, como esta barbaridad iba a acarrear, al mismo tiempo, la ruina económica del Monasterio, el Abad consiguió que esta orden no se llevase a cabo.

El segundo detalle es cómo iban a ser ajusticiados en Pamplona los 20 vecinos condenados a la horca. “Sean sacados –decía la sentencia, dictada el 22 de diciembre de 1676- a caballo, en sendas bestias de baste, con sendas sogas a la garganta, y llevados por las calles públicas acostumbradas, a son de trompeta y voz de pregonero que publiqué el delito, hasta el Campo de la Taconera, donde hay puesta una horca, y de ella sean ahorcados, hasta que naturalmente mueran. Y nadie sea osado de quitar de dicha horca sus cuerpos cadáveres, sin mandato de nuestra Corte”. Pero, el nuevo Virrey, Don Antonio de Velasco y Ayala, Conde de Fuensalida, que era un hombre humanitario y comprensivo, indultó de toda pena a los 115 encartados, de ambos sexos, a cambio de servir al Rey en la Guerra de Cataluña, con una compañía de 60 hombres, armados, vestidos y mantenidos, durante seis meses, a costa de la Villa[25]. Así acabó este famoso motín.

 

Quinta tentativa

 

Todavía se produjo en 1770, una nueva tentativa de emancipación del vecindario, limitada, esta vez, a la jurisdicción espiritual. Ya en 1633, siendo Abad, Fr. Plácido del Corral, el Concejo se atrevió a declarar en un auto que el vecindario pertenecía a la diócesis de Tarazona[26] y, por supuesto, en todas las tentativas de emancipación, uno de sus propósitos era la reincorporación a esta diócesis. De hecho, la mayoría de los fiteranos nunca estuvo conforme con la jurisdicción espiritual del Monasterio, tal como la ejercían y explotaban los monjes. Esta vez, en un breve Memorial dirigido a S. M. Carlos III, el 5 de agosto de 1770, por el Alcalde Mayor, D. Juan Antonio Medrano y por los 23 Insaculados en las bolsas de Alcalde y Regidores, le pidieron que separase la Parroquia del Monasterio y les designase un párroco secular y otros clérigos, sometidos al Obispo de Tarazona, comprometiéndose a construir el edificio parroquial y a sostener el culto. En el preámbulo, decía la Villa que tenía, a la sazón, 500 vecinos con 80 familias ilustres a quienes era durísimo e insoportable el dominio del Monasterio y los ásperos tratamientos que, en obras y palabras, padecían los vecinos. Y que, aun en caso de hallarse con legítimo derecho para obtener ambas jurisdicciones (civil y criminal), el desusado modo con que el Monasterio las ejercía, le ponían (al Rey, en precisa obligación de conciencia, por el bien, pública tranquilidad y reposo de aquella república, de reasumirlas e incorporarlas a la Corona[27]”.

Un mes después, el 6 de septiembre siguiente, se opuso a esta petición el Monasterio. Entonces la Corte de Madrid pidió información, para la instrucción del proceso correspondiente, al Monasterio, al Real Consejo de Navarra y al Obispo de Tarazona. El Real Consejo de Navarra contestó con un informe desfavorable, el 15 de enero de 1771; el Obispo de Tarazona, con uno favorable, el 2 de febrero siguiente; y el Monasterio, con un largo Memorial desfavorable del Abad, Fr. Adriano González de Jate, el 20 de este segundo mes. Por su parte, la Villa rebatió los alegatos del Monasterio y del Real Consejo de Navarra, con un extenso “Pedimento de la Villa de Fitero”, redactado por el Licenciado Juan Francisco Volante de Ocáriz y presentado el 23 de diciembre de 1772.

En él se especificaba –además de los motivos fundados en hechos, que tenían los vecinos para pedir tal separación- que la nueva iglesia parroquial que quería construir la Villa, dependiente del Obispado de Tarazona, estaría a cargo de un Cura y ocho o más beneficiados patrimoniales: cargos que se deberían proveer en hijos del pueblo, destinando para su dotación todos los frutos decimales y primiciales que se daban al Monasterio, del que quedarían desvinculados por completo, en el orden religioso[28]. Pero, a pesar de todos los argumentos esgrimidos por la Villa, Su Majestad confirmó los privilegios de señoría y de jurisdicción temporal y espiritual del Monasterio sobre Fitero, gracias, sobre todo, a la oferta de 1000 doblas de oro, hecha por los monjes a la Hacienda Real. Como se ve, el último argumento del Monasterio, que era el más rico, se reducía invariablemente al cohecho. El Abad González de Jate y su Capítulo se vengaron, a continuación, de los Regidores y de los 23 Insaculados que habían firmado la petición del 5 de agosto de 1770, prohibiéndoles a ellos, a sus hijos y a sus nietos, y a otros cuatro vecinos más, entrar en el Monasterio y en la Sacristía[29].

 

Sexta tentativa

 

La última tentativa emancipadora del pueblo data de la terminación de la Guerra de la Independencia, y se halla reflejada en el enérgico acuerdo del Ayuntamiento del 20 de mayo de 1814, siendo Alcalde el Licenciado Tiburcio Asiain, y Secretario, D. Celestino Huarte. Asistieron asimismo a la sesión los Regidores Joaquín Val, Juan Aliaga, Pablo Yanguas y Manuel Ximénez Latorre, los cuales propusieron que, “habiendo estado el Monasterio de Monjes Bernardos de esta Villa, Orden del Císter, en la posesión y ejercicio de las juirisdicciones civil y criminal, nombrando anualmente Alcaldes, Regidores y demás cargos inherentes a las mismas, sufriendo en estas operaciones las vejaciones que la experiencia de muchos años les ha hecho conocer, siendo todo ello tan opuesto a su primitivo Instituto monástico, como doloroso e insoportable a sus honrados vecinos, esclavizados al arbitrio de unos individuos que la esencia de su ministerio y profesión es la separación del siglo, con una absoluta abdicación y renuncia de los bienes temporales,…, con motivo de la restitución al Trono de nuestro augusto y deseado Monarca, Sr. D. Fernando VII…, acuerda la Villa recurrir a S. M., para que se digne incorporar a la Jurisdicción Real la civil y criminal de esta Villa”.

Para conseguirlo y realizar las gestiones necesarias, se nombró una Comisión con plenos poderes, compuesta por el Licenciado Tiburcio Asiain, D. Juan Antonio Medrano Morales y D. Manuel Santiago Y Octavio de Toledo[30].

Ni que decir tiene que esta última tentativa de emancipación del pueblo del dominio del Convento, hecha en una época de feroz reacción absolutista, también fracasó. Los fiteranos tuvieron que esperar todavía, para alcanzarla, 21 años.

 

Observación final

 

Hagamos para terminar, una observación. A lo largo de toda la historia de la pugna secular entre el pueblo y la Abadía, uno se queda extrañado de que, de ordinario, por injustos que fueran los pleitos entablados por el Monasterio contra el vecindario y por justos que fuesen los incoados por la Villa contra la Abadía, se fallase casi siempre, desde Pamplona, a favor de esta última. Pero a explicación es bien sencilla. Baste saber que en las Cortes de Navarra, predominaban entonces los votos de la nobleza y el clero, que solían unirse, sobre la minoría del pueblo. La Comisión Permanente de la Diputación se componía de 7 diputados, que solo reunían 5 votos: 1 del estamento eclesiástico, 2 de la Nobleza, 1 de Pamplona y 1 de las Merindades; o sea, 3 contra 2. Y para remate, el Presidente de la Diputación era por turno uno de los Abades de los monasterios navarros, el cual tenía voto decisivo, en caso de empate. Dio la casualidad de que el último Presidente abacial de la Diputación de Navarra fue precisamente el último Abad de Fitero: Fr. Bartolomé de Oteiza, a quien el general carlista Zumalacárregui amenazó con fusilarlo, a él y a sus compañeros de la Diputación, por una proclama francamente isabelina. Más aún. Desde su cuartel general de Navascués, expidió, el 2 de febrero de 1834, un decreto, condenándolos a muerte, si no abandonaban el bando liberal, en el término de 8 días[31]. Pero no pudo cumplir su amenaza, porque no llegó a apoderarse de Pamplona y los diputados, continuaron en sus puestos. La última sesión que presidió Fr. Bartolomé de Oteiza, fue la del 27 de agosto de dicho año.

 

CAPÍTULO IX 

INVESTIGACIONES OROGRÁFICAS 

La sierra de Yerga

Actualmente los terrenos de esta Sierra pertenecen, casi en su totalidad, a las jurisdicciones de Alfaro, Autol y Quel; pero Fitero poseyó una parte de Yerga, durante 7 siglos. Esa parte la especificaba lacónicamente en 1802 el académico D. Manuel Abella, consignando que “le pertenece (a la Abadía de Fitero), en el Reino de Castilla, la basílica de Nuestra Señora de Yerga, con el Valle de Santa María[32]”. Algo más explícito, el P. Manuel de Calatayud, escribía años antes, que “la Iglesia y Casa (de los primitivos cistercienses de Yerga) está situada en la mitad de la cuesta que mira al Occidente. A poca distancia, se hallan dos fuentes: la una al Setentrión de la casa; la otra, al Mediodía”. Muy cerca de la segunda, “hay un reducido huerto, en el que se crían avellanos y algunos otros árboles frutales y excelente hortaliza. Tiene el que rinden trigo limpio y de buena calidad. De estas tierras, algunas son del Monasterio de Fitero que tiene también su era para trillar. Las demás, en mucho mayor número, son de Grávalos y de Autol[33]”. Téngase en cuenta que el P. Calatayud escribía en el último cuarto del siglo XVIII, pues las jurisdicciones han cambiado algo. Sin embargo, todavía se conservan las ruinas de la Iglesia, así como 2 neveras, construidas por los monjes, y se distingue el lugar donde estuvo la era de trillar.

En el Medievo, la participación de la Abadía de Fitero en dicha Sierra fue mucho mayor y tuvo su origen en la fundación en ella del primer monasterio cisterciense de España, hacia 1139. En memoria de tal fundación y en honor de la Patrona de su basílica, Nuestra Señora de Yerga, los pueblos circunvecinos hacían todos los años una romería hasta ella: costumbre que duró hasta finales del primer tercio del siglo XIX. Pero debía haber decaído ya bastante, a juzgar por una licencia concedida a los corellanos por el Obispo de Tarazona, el 18 de junio de 1813. Era para celebrar dos misas en la ermita del Villar, pagando 10 reales y 1 libra de cera, en lugar de ir a Yerga, que estaba a tres horas de camino. Alegaban los peticionarios que esta larga distancia, unida a las muchas discordias y a la guerra contra Napoleón, habían enfriado la devoción de los corellanos[34].

En efecto, el alegato de las discordias era cierto, pues dichas peregrinaciones fueron, en más de una ocasión, motivo de riñas, de tumultos y hasta de crímenes. En el Libro I de Difuntos de la Parroquia de Fitero, nos tropezamos casualmente con esta trágica partida: “Joseph de Cuenca murió el 7 de junio de 1628, de una puñalada que le dieron en la procesión de Nuestra Señora de Yerga y fue enterrado en Nuestra Señora de Yerga, entre el altar de Nuestra Señora de la Soledad y la Reja[35]”.

Con todo, los fiteranos devotos continuaron haciendo esa romería más de medio siglo, después de la expulsión de los monjes en 1835. Al ocurrir ésta, el Monasterio poseía todavía en la Sierra “la Basílica de la Virgen, con 5 yugadas de tierra y 2 piezas pequeñas, arrendadas unas y otras por 10 robos de trigo anuales[36]”.

 

Los montes de Argenzón

 

En bastantes documentos antiguos y modernos, se habla de unos montes que formaban parte de la orografía fiterana y cuyo nombre ha caído completamente en desuso: los Montes de Argenzón.

No es ésta la única denominación con que aparecen, sino con otras variantes: Algenzón, Argentón, Arganzón, Agençon, Axeçon, etc. ¿Cuál de ellas es la auténtica y primitiva…? Probablemente la de Arganzaón, topónimo de origen vasco que significa pastizar (de arga, pasto), pues los Montes de Argenzón fueron tradicionalmente terrenos de pastura[37].

Ahora bien, ¿qué montes eran éstos…?

Desde luego, es cierto que, en la mayoría de los documentos, figura corrientemente la denominación conjunta de Montes de Cierzo y Argenzón, como si, en efecto, los últimos fueran parte y continuación de los primeros. Baste hojear, para comprobarlo, el Catálogo Documental de la ciudad de Corella por D. Florencio Idoate y leer los números 38 de la página 21; 182 y 183 de la página 50; 726 de la página 151; 1564 de la página 320, etc. Incluso los planos que hicieron los ingenieros de Montes, con motivo del reparto de los montes comunes de los citados pueblos, realizado en 1901 y 1902, se atienen a la denominación conjunta de “Montes de Cierzo y Argenzón”.

 

Curiosidades de los montes de Argenzón

 

Además de los Balnearios Termales, a los que dedicamos un capítulo aparte, en el primer volumen de estas Investigaciones, figuran la ermita de Pedro Navarro y la Cruz de la Atalaya.

La Ermita de Pedro Navarro fue descubierta en 1979 por los estudiantes Serafín Olcoz y Sixto Jiménez, quienes la localizaron en una de las partes más altas de las Peñas del Baño, al N. E. del establecimiento Gustavo Adolfo Bécquer. Habían tenido casualmente noticia de su existencia, por la lectura de un fragmento del Apeo de Feloaga en un papel impreso con el que estaba forrada la parte inferior de unas andas de la parroquia.  Nosotros teníamos ya noticia de ella, no sólo por dicho apeo, sino por otros documentos encontrados en el Archivo de Protocolos de Tudela; pero desconocíamos su ubicación exacta.

Con que, en el verano de 1980, dichos jóvenes nos invitaron a reconocer su hallazgo, resultando ser un nicho o cueva, de pequeñas dimensiones, con tres gradas iguales, cortadas a pico, a modo de una estrecha escalera. El sitio no es de fácil acceso, por estar en una pronunciada pendiente, debajo de la cresta, de 600 m. de altitud y a su ladera occidental. La extravagante ocurrencia de construir una ermita, o más bien, un simple santuario en tal paraje, fue cosa de Pedro Navarro, el bañero que salvó y crió al Venerable Palafox, desde 1600 a 1609. Iba a ser dedicado a la Virgen de la Soledad y lo empezó en 1628; pero, al enterarse el Monasterio de tal construcción, entabló pleito contra ella y lo ganó en 1630. Con que, en 1631, el abad, Fr. Plácido del Corral y Guzmán dictó un mandato, prohibiendo continuar las obras a Pedro Navarro y a su colaborador Gabriel Pérez (Miguel de Urquizu, Protocolo. de 1631, f. 21. A. P. T., secc. Fitero.). En vano D. Juan de Palafox, que, a la sazón, era Fiscal del Consejo de Indias, pidió al abad que le dejase a Pedro Navarro proseguir la fábrica de tal santuario, pues Fr. Plácido no accedió a ello.  En el Apeo de Feloaga, que data de 1665, se hizo constar que en dicho lugar, “no parece que ha habido altar ni al presente hay cubierto”.

La actual Cruz de la Atalaya de Cascajos es la segunda. La primera fue de madera de álamo,  habiendo sido inaugurada el 3 de mayo de 1908, por el párroco, D. Martín Corella. Para más noticias sobre ella, remitimos al lector a la página 278 de nuestro POEMARIO FITERANO, donde consignamos toda clase de detalles. Los vientos, lluvias y soles, la fueron dejando maltrecha, hasta el punto de perder un brazo. Y al cabo de los años, se pensó en su reemplazo.

La actual es de cemento armado y data de 1973. Mide 8 metros de altura y cada uno de sus brazos, 2 metros de longitud.  Su espesor medio es de 0´90 metros en cuadro y sus cimientos tienen 1´50 metros de profundidad. Está montada sobre tres plataformas cuadradas y escalonadas, de 0´30 m. De altura y 0´50 m. de pisa cada una.  La mayor tiene 5 m. de lado; la intermedia, 4 m. Y la menor, 2´8 m. Está calculada para resistir vientos de una velocidad de 180 kilómetros por hora y pesa 20 toneladas.  Ahora bien, el peso total aproximado del monumento es de unas 150 toneladas. Costó alrededor de 110.000 pesetas y fue bendecida e inaugurada, el 14 de septiembre de 1973, por el entonces Arzobispo de Valencia, Monseñor José María García Lahiguera, hijo de Fitero. Su arquitecto fue D. Román Magaña Morera; y su constructor, D. Carmelo Fernández  Vergara, con su equipo.

 

LOS MONTES DE CIERZO

Situación anterior a la compra de 1665

 

La secular participación de Fitero en los Montes de Cierzo tiene una larga historia que vamos a resumir, aunque deteniéndonos algunas veces en detalles pintorescos que la amenizan.

Es indudable que antes del siglo XII, si no precisamente el pueblo de Fitero, que no existía todavía, ni tampoco su Abadía, los vecinos de Tudején y de otros poblados, dominados, a la sazón, por los moros y colindantes con los Montes de Cierzo, cultivaron y pastorearon las partes más próximas de los mismos y, de hecho o de derecho, las poseyeron, constituyendo una verdadera facería.

Pero he aquí que,  a partir de la reconquista de Tudela, hacia 1119, dichos montes pasaron a ser propiedad exclusiva de esta ciudad, merced a una concesión que le hizo Alfonso I el Batallador, al otorgarle el Fuero de Sobrarbe. Este Monarca acababa de derrotar a los moros de la región y de apoderarse definitivamente de la Ribera de Navarra, y en virtud del derecho de conquista, es decir, del derecho de la fuerza, entonces usual, podía disponer a su antojo de los pueblos y de sus tierras. Ahora bien, es natural que una extensión territorial de 28.358,99 hectáreas, como es la de los Montes de Cierzo, no pudiese ser aprovechada, en su mayor parte, por la población que tenía entonces la ciudad de Tudela; y que, en consecuencia, los pueblos que limitan con los Montes de Cierzo[38], se aprovechasen de una parte de éstos. Así resulto que, a principios del siglo XVII, aparecían como congozantes de los Montes de Cierzo seis pueblos más: Corella, Cascante, Cintruénigo, Fitero, Monteagudo y Murchante. Como la situación era ilegal, a cada momento se producían discusiones, litigios y hasta riñas tumultuarias.

 

Tumultos

 

A veces, no se trataba de simples pleitos en los tribunales, sino de riñas tumultuarias en los campos, como las siguientes.

“Año 1630 – Varios papeles, entre los que está la notificación hecha por el Consejo Real a los de Corella y a Juan de Luna, su alcalde, a consecuencia de una queja elevada por los de Cintruénigo, a raíz de cierto incidente ocurrido el 16 de abril, en los términos de Junquera, en los Montes de Cierzo, donde los de esta Villa habían hecho pozas, para empozar el lino y el cáñamo.

Según los de Alfaro, los contrarios salieron armados, en número de más de 1.500 y abrieron acequias, dejando secas las pozas. Habiendo acudido el alcalde y un regidor de Cintruénigo con vara levantada, con un escribano, fueron acometidos por los de Corella con azadones, dagas, espadas y piedras, amenazados de muerte y puestos en fuga afrentosamente. Se cita el antecedente de 1595 en cuya fecha ocurrieron parecidos sucesos y que fue tan grande la risa que llevaban los vecinos de Corella que se burlaron de unas mozas de Cintruénigo, que encontraron en el camino. También se agrega que, a los pocos días, hubo una falsa alarma y salieron armados, por haber creído que eran hombres unas ovejas negras que pacían cerca de una acequia que estaban haciendo[39]”.

Para poner fin a tal estado de cosas, ya en 1554, según Yanguas y Miranda, pensaron los pueblos congozantes en hacer el reparto en dichos montes[40], pero no se llevó a cabo hasta que la Corona les obligó a comprarlos en 1665, por la suma global de 12.000 ducados. Dicha cantidad fue pagada el mismo año, en partes proporcionales a las superficies deseadas por cada uno. Tudela pagó 4.992 ducados; Corella, 2.486; Cascante, 1.741; Cintruénigo, 1.289; Fitero, cerca de 1.192[41]; Monteagudo, 173 y Murchante, 127.

 

Escritura de compra

 

Fue otorgada el 24 de octubre de 1665, ante el escribano Francisco de Colmenares y Antillón, por Don Juan de Laiseca y Alvarado, apoderado del entonces virrey de Navarra, Duque de San Germán.

La firmaron, entre otras personas, los representantes de los 7 pueblos, siendo los de la Villa de Fitero, Rafael Jiménez y Ángel de Veguete. Consta de 20 condiciones, entre las que cabe destacar, resumiéndolas, las siguientes.

La 1ª excluía de la compra, como privativa de Cintruénigo, su huerta vieja y campos nuevo y viejo, con todo lo que tenían plantado de viñas y olivares en el término del Río Llano, desde la cañada de la Cebolluela hasta los límites con Fitero, por la ermita de San Sebastián, reconociéndose al Río Llano como abrevadero común.

La 2ª respetaba las viñas que tenía Cintruénigo en las 1.041 robadas de terreno, comprendidas desde la dicha cañada hasta sus límites con Corella, sin derecho a replantarlas.

La 3ª reconocía los derechos adquiridos por cada pueblo en sus riegos con las aguas del Río Alhama.

En la 8ª, se especificaba que la compra se efectuaba por 12.000 ducados de plata, puestos en Pamplona.

La 11 excluía de la compra y goce “la parte i monte realengo que llaman de Agenzón i toda la del Río Alhama.” Hacia la parte de la Villa de Fitero.

La 12 prohibía plantar en adelante viñas ni olivos ni otros árboles en el resto de los Montes de Cierzo y Argenzon, bajo la pena de 10 ducados por cada robada de tierra, facultando a cualquiera de los congozantes a arrancarlos y desplantarlos, sin incurrir en pena laguna.

La 14 establecía que el pago de los 12000 ducados, se haría en el término de un mes. 

La 19 consignaba, a petición de los representantes fiteranos, que la escritura y su contenido no sería en perjuicio de “las 50 robadas que Su Majestad tiene dadas en propiedad a la Villa de Fitero, en los montes reales de Agenzón para la nueva población y demás cosas contenidas en la merced de S. M.”

 

Autos de posesión

 

Fueron hechos el 26 y 27 de octubre de 1665, a continuación de la toma efectiva de posesión de los mismos, hecha por los representantes de los pueblos interesados, en presencia de Laiseca y su comitiva.  La de los Montes de Cierzo se hizo el 26, y la de los de Argenzón, el 27. Para tomar posesión de los segundos, Laiseca y sus acompañantes salieron de Cintruénigo, “por el camino carril” que va a la ermita de la Concepción y “habiendo llegado al paraje donde comienzan los montes reales que llaman de Agenzón cerca y en frente de la dicha ermita, ... entraron y se pasearon por dichos montes, rancando yerbas, arrojando tormos” y realizando otros actos simbólicos, pero el auto hace constar que la toma de posesión de Agenzón fue en todo lo que en él tiene hoy S. M. en propiedad, sin perjuicio i sin comprenderse ni ser visto darles la dicha posesión en lo que tiene o pretende tener en propiedad i posesión en lo que tiene o pretender tener en propiedad i posesión el Monasterio Real de Fitero, conforme a los límites de amojonamiento hechos de orden del Real Consejo por el M. I. Sr. D. Jeron Feloaga Oidor, del conservando a las dichas Universidades (pueblos) en el recíproco gozo que tienen el día de hoy en los terrenos i montes de Nienzobas y Turugen que tiene o pretender tener el dicho Real Monasterio en propiedad y el dicho R. Monasterio en el reciproco gozo que tiene el día de hoy en los dichos montes reales de Cierzo y Argenzón”.

En un Podatum de este 2º auto, todavía se aclara, a petición de Fr. Pablo de Nausia, que los montes de Argenzón “confinan y confrontan con los términos de Alfaro y Cervera, en que llegan los amojonamientos del dicho Monasterio.” Por si fuera poco, el mismo día se reunió el capítulo del Monasterio, acordando agregar una Posdata, firmada por todos los monjes y pasada ante el escribano, Colmenares, remachando que la toma de posesión no incluía los lugares de Nienzobas y Turugen, que el dicho Real Monasterio  tiene como propios suyos”.

Anotemos por fin que, para pagar los 1.193 ducados, que costó a Fitero la propiedad de su parte, en el reparto de los Montes de Cierzo, como a la sazón tenía el pueblo 358 vecinos, le correspondió a cada uno 36 reales, 21 maravedís y 1 cornado.

 

Nuevos pleitos y trifulcas

 

Al hacerse la escritura de compra y el reparto de los terrenos, se cometió un error garrafal: no haber hecho un deslinde detallado de las propiedades de cada pueblo; y dos arbitrariedades inexcusables: prohibir las plantaciones de viñas, olivos y otros árboles, en perjuicio de los agricultores y en beneficio de los ganaderos, y permitir que cualquier participante comunero pudiera arrancar impunemente las plantaciones que se hicieran en adelante. Naturalmente los pleitos, discusiones y riñas continuaron como antes, pues, pasado un plazo prudencial, los agricultores más arriesgados hicieron caso omiso de tales prohibiciones y continuaron plantando viñas y olivos en los Montes de Cierzo, como lo habían hecho después de la Provisión Real de 1593, que se había limitado a prohibir solamente la plantación de viñas. Siete años después, en 1600, Tudela y Corella entablaron pleito contra Cintruénigo por haber contravenido a tal Provisión, y las sentencias de la Corte y del Consejo Real de 1619y 1623 dieron por buenas las plantaciones de viñas y olivares hasta 1619, aunque amenazando con 1.500 ducados de multa a los que plantasen más viñas en adelante.

La prohibición de 1665 no tuvo más éxito que las anteriores y en 1774, Cintruénigo incoó a su vez, un proceso contra Corella y Tudela, con motivo de unas plantaciones de viñas, hechas en el término llamado Las Mil Cuarenta y Una robadas. De todos modos, en algunos años, como en 1829 y en otros anteriores, hubo algunas desplantaciones a Mano Real, pero no por se detuvieron las plantaciones más que de momento. En 1847, Tudela y Cascante entablaron demanda ante el Consejo Provincial contra los cinco pueblos restantes, incluido, por supuesto, Fitero, de la comunidad de Montes de Cierzo y Argenzón, solicitando la desplantación de todo lo plantado en ellos; pero dicho Consejo falló, el 27 de marzo de 1848, que no había lugar a tal desplantación, estableciendo, en compensación, el pago anual por los dueños de las plantaciones, de un canon en metálico a favor de la comunidad, arreglado por peritos quienes tasarían los terrenos plantados en su estado primitivo de pasto o hierba. Por lo demás, la sentencia insistía en prohibir nuevas plantaciones de viña y olivos, a sabiendas de que no iba a ser cumplida tal prohibición, pues, en el primer Considerando, consignaba que, había más de 30 días que los pueblos demandados habían empezado a hacer esas plantaciones, las cuales comprendían una extensión de 13.793 robadas de viña y olivar, y que los Tribunales a los que se había recurrido anteriormente contra ellas, las habían respetado hasta cierto punto, limitándose a desplantar “un número insignificante de robadas[42]”.

Para cumplir tal sentencia, los cinco pueblos afectados nombraron en enero de 1849 sus respectivos peritos, haciéndolo incluso Fitero que nombró a D. Felipe Yanguas, no obstante que nuestro pueblo no tenía entonces ninguna plantación en Montes de Cierzo. Pero los ganaderos tudelanos se dieron cuenta de que iban a salir perdiendo con tales medidas y prefirieron de momento dejar las cosas como estaban.  Pero he aquí que el 5 de septiembre de 1857, Tudela acudió de nuevo al Consejo Provincial, pidiendo, al cabo de nueve años, el cumplimiento de la parte pericial y tres días después, el 8 de septiembre, la desplantación de todo lo plantado con posterioridad a la sentencia de 1848.  Como la mala fe de los ganaderos tudelanos era evidente, el Consejo Provincial se limita formar un expediente, sin ánimo de resolverlo.  Ahora bien, como volviese a la carga en 1862, el Gobernador Civil, Sr. Vizconde del Cerro, reunió en Pamplona a los representantes de los siete pueblos (los de Fitero fueron Don Nicolás Octavio de Toledo y don Manuel María Alfaro), para llegar a un convenio que se concretó en esos 4 puntos: 1.- Todas las plantaciones hechas hasta la fecha serían respetadas y sus dueños quedarían libres de abonar canon ni planta por los terrenos que ocupaban; 2.- en cambio, los ganados podrían entrar libremente en todos los terrenos plantados, desde que se levantase el fruto hasta el 1 de marzo, a excepción de los olivares en que pudiera causarse daño; 3.- el aprovechamiento de las aguas quedaría como hasta entonces; 4.- cada pueblo haría, en el término de dos meses, un apeo general de todas las plantaciones hechas, remitiendo una copia al Gobierno Civil de la Provincial.  Tal convenio fue firmado el 30 de agosto de 1862.

Con esto pareció zanjada definitivamente la cuestión; pero he aquí que el 25-XI-1882, Tudela volvió a removerla por enésima vez, pidiendo al gobernador Civil de la Provincia el cumplimiento de la sentencia de 1848. ¡El colmo! En consecuencia, se pidió un nuevo informe a los pueblos y Fitero envió el suyo, redactado por Sagasti, el 1 de abril de 1883 (2ª p., doc. nº 89, ps. 877-88).

Por supuesto, los ganaderos tudelanos, que eran los promotores de todos estos pleitos, no se salieron con la suya y trataron de imponerse por la fuerza.

Don José María Iribarren, en su libro Burlas y Chanzas, narra así una de estas intentonas.

“Hace bastantes años –escribe- estuvieron a punto de llegar a las manos fiteranos y tudelanos. Aquellos habían plantado vid americana en terrenos propiedad de Tudela, situados en Montes de Cierzo. Los tudelanos marcharon allí, dispuestos a arrancar la plantación; pero los fiteranos los esperaban armados y aquellos se retiraron sin hacer nada. A ello alude la copla fiterana:

Ya vienen los de Tudela

a “rancar” americano,

y los de Fitero bajan,

con el cuchillo en la mano”[43]

No sabemos de qué fuente de información obtuvo esta anécdota el ilustre escritor tudelano; pero, según nos la refirió a nosotros un testigo presencial de Fitero, el Sr. Domingo Alfaro, ya difunto, las cosas no sucedieron exactamente así. Por de pronto, las plantaciones no pertenecían a vecinos de Fitero, sino de Cintruénigo. Noticiosos éstos de las intenciones de los tudelanos, vinieron la noche anterior a nuestro pueblo, a pedir ayuda a sus vecinos, puesto que los de Fitero también tenían viñas contiugas, por aquellos lugares. Con que, hacia la una de la madrugada, se despertó a nuestro vecindario, por medio de un pregón público, reforzado con los gritos de los animadores cirboneros, y la mayoría de los mozos del pueblo se fueron con los cirboneros a los Montes de Cierzo, a las 43 de la mañana, para hacer frente a los tudelanos. Durante la marcha, uno de ellos improvisó esta copla que corearon luego todos:

Ya vienen los de Tudela

a rancar americano

y ya bajamos nosotros,

con la “estralilla” en la mano.

(La estralilla es una pequeña hacha.) Pero los tudelanos, al decir de nuestro informante, no se presentaron por allí. El suceso ocurrió en Campolasierpe, el 23 de enero de 1904.

 

Reparto definitivo

 

Por fin, se acabaron estos pleitos en 1901, cuando, por providencia judicial del 12 de diciembre de dicho año, se ordenó entregar a cada uno de los pueblos interesados, sus planos parciales respectivos y además el Plano General en el que se detallaban las partes de terreno adjudicadas a cada uno. La base de este reparto fue el deslinde realizado en 1846-1847, que, por cierto, daba una extensión total equivocada de 28.358,99 hectáreas, la cual fue rectificada posteriormente por la Sección de Estadística Provincial. Así, pues, se adjudicaron definitivamente a Tudela 11.960,46 hectáreas; a Corella, 5.772,32; a Cascante, 3.711,31; a Fitero, 3.030,41; a Cintruénigo, 2.660,71; a Murchante, 678,34; y a Monteagudo, 545,44. Más tarde, fueron rectificadas[44].

Anota Alfredo Floristán Samames que “al hacerse el reparto de 1901, cada pueblo hizo con su parte lo que creyó más conveniente. Así, mientras Cascante la repartió entre los vecinos, Fitero y Murchante permitieron que siguieran usufructuando quienes roturaron o sus descendientes repartiéndose siempre por sorteo, tan solo entre los vecinos, alguna pequeña extensión agrícolamente inexplotada hasta entonces[45].

 



[1] José María Jimeno Jurío, FITERO, pp. 16-17. Colecc. NAVARRA-Temas de Cultura popular, nº 72.

[2] Pedro Garcés, Probanzas del Fiscal etc. – A.G.N., Sección Monasterios, Fitero, Nº 5, ff. 49-58.

[3] Rafael Gil, Manuscrito. A. P. F.

[4] José Goñi Gaztambide, Historia del Monasterio de Fitero, Separata de la revista Príncipe de Viana, nº 100-101, pp. 11-12.

[5] Libro de autos de Visita de las Cofradías, etc., f. 10. A.P.F.

[6] Florencio Idoate, Rincones de la Historia de Navarra, t. III, p. 359.

[7] Fr. Luis Álvarez de Solís, Cuaderno y lugar de citados.

[8] Vicente de la Fuente, t. 50 de la España Sagrada del P. Flórez, Tratado 87, cap. 23.

[9] Sagasti, Apuntes y docum. relativos a la Villa de Fitero, pp. 303-317.

[10] Idem, ibídem.

[11] A.G.N., Sección Monasterios – Fitero, nº 172.

[12] Libro citado de los Autos de las Cofradías, etc., f. 10. A. P. F.

[13] V. de la Fuente. Ob. Cit., t. 50, Trat. 87

[14] José Uranga, revista PREGÓN – Pamplona, diciembre de 1947.

[15] Libro de Autos de las Cofradías… y testamento, ff. 70, 77 y 103. A.P.F.

[16] Jerónimo Blasco, Notario de Tarazona, Protocolo de 1540.

[17] José María Jimeno. Obr. Cit, p. 19.

[18] Saturnino Sagasti. Ob. Cit. pp. 22-23.

[19] José Goñi Gaztambide, Ob. Cit. p. 24.

[20] Sebastián María de Aliaga. Manuscrito, f. 142 v.

[21] F. Idoate. Ob. Cit. t. I, pp. 235-241.

 

[22] Rafael Gil, Manuscrito, II. 46 v. – 47. A.P.F.

[23] Idem. Ib., f. 45 v.

[24] José María Jimeno. Ob. Cit. p. 21; y Rafael Gil, Manuscrito, f. 46.

[25] F. Idoate, Ob. Cit., t. I, pp. 239-240.

[26] Miguel de Urquizu. Protocolo de 1633, f. I. A.P.T.

[27] F. Idoate. Ob. Cit. t. I, p. 241.

[28] Juan Francisco Volante de Ocáriz, Pedimento de la Villa de Fitero para la edificación de una iglesia parroquial, independiente del Monasterio y dependiente de la diócesis de Tarazona. Se trata de un documento interesantísimo, de 110 páginas que se conserva en triple copia, en el Archivo Parroquial de Fitero. La más clara fue paginada por nosotros, hace años.

[29] Idem, ibid., p. 87.

[30] Libro de Actas de las sesiones del Ayuntamiento de Fitero del 25 de junio de 1801 al 25 de enero de 1826, ff. 141 y 142.

[31] José María Mutiloa, La desamortización eclesiástica en Navarra, pp. 270-271. Pamplona, 1972.

[32] Diccionario Geográfico-Histórico de España por la Real Academia de la Historia, Sewcción I, t. I p. 283.

[33] Fr. Manuel de Calatayud, Memorias del Monasterio de Fitero, p. 36.

[34] Florencio Idoate, Catálogo Documental de la Ciudad de Corella, nº 645, p. 137.

[35] A.P.F., Libro de I de Difunto, f. 275.

[36] Inventario de los bienes del Monasterio de Fitero, Protocolo de Celestino Huarte de 1835, f. 100.

[37] Isaac López-Mendizabal, Etimología de apellidos vascos, p. 308.

[38] Alfredo Floristán Samanes da una superficie total, en números redondos, de “unas 28.000 hectáreas”, en La Ribera de Navarra, p. 92.

[39] Florencio Idoate, Ob. Cit., nº 257, p. 65.

[40] Saturnino Sagasti, Apuntes y Documentos relativos a la Villa de Fitero, 1º P., número 29, página 93.

[41] José Yanguas y Miranda da la cifra exacta de 1.191 ducados, 7 reales y 17 maravedís, en su Diccionario de Antigüedades del Reino de Navarra, t. I, p. 173.

[42] Idem ibid., nº 38, pp. 568-569.

[43] José María Iribarren, Burlas y Chanzas, p. 108.

[44] Julio Altadill, Geografía General del País Vasco-Navarro – Provincia de Navarra, t. I, p. 942.

[45] Alfredo Floristán Samanes, Ob. Cit., p. 94.


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